Cascadas El Licántropo

Pocos saben lo especial que es tener la amistad de un licántropo. La mayoría les teme, convencida de que se transforman en monstruos horribles y peludos durante los ciclos de luna llena. Creen que estos seres aguardan en silencio, ocultos bajo la oscuridad de los montes, acechando con mandíbulas tensas y ojos inyectados en sangre, como cualquier animal salvaje dispuesto a saltar sobre su presa y desgarrarla sin piedad. Tanto se ha escrito sobre ellos: plumas temblorosas han dejado ríos de tinta dibujando criaturas espantosas, dignas de ser perseguidas, enjauladas o incluso exterminadas por los métodos más crueles imaginables.
Pero el monstruo, a veces, es solo una idea creada por una mente perversa.
Un licántropo, en realidad, está compuesto de intensas emociones. Le fluyen dentro como ríos, se estancan como lagos, se embravecen como océanos enteros. Ese elemento líquido es lo que lo anima, lo eleva y también lo atrae hacia la luna, como un imán antiguo y poderoso. Su relación con ella es apasionante.
Cuando la luna aparece sobre Firgas, elevándose lustrosa por encima del Barranco de Azuaje, comienza a danzar para él. Las aguas que corren por las acequias —esas que susurran noche y día— abandonan su calma y palpitan, en busca de la cercanía con su astro adorado. Es entonces cuando el licántropo se entrega a la noche, arropado por el manto plateado que ella le regala, sintiendo que en esa luz encuentra su verdadera razón de ser.
A veces, cuando Eva acaba de cerrar el bar, el eco del último vaso aún vibra en la madera, y las risas parecen voces de almas atrapadas en las paredes, sale a pasear al fresco de la madrugada. Fuera, posada sobre las tejas del viejo molino de piedra, le aguarda la lechuza, observando con sus ojos redondos y silenciosos, de un rojo intenso como una luna de sangre. Es una guardiana antigua, una mensajera entre mundos, un puente entre lo visible y lo invisible.
Eva la saluda sin palabras.
Y la lechuza despega con un batir suave de alas, guiándola.
Juntas se dirigen al parque de la Fontana Rosa, acompañadas únicamente por el sonido del agua de las cascadas y las fuentes. Las casas parecen sumidas en un sueño profundo, respirando al compás con el fluir del agua, ese líquido vital que alimenta el corazón de Firgas.
El licántropo está sentado sobre la hierba húmeda, envuelto en la luz de la luna. Su presencia es imponente, pero no monstruosa; es la presencia de alguien que pertenece a dos mundos sin ser completamente de ninguno. La luz plateada se derrama sobre él como un agua silenciosa que lo alimenta y alivia.
Sus ojos —enormes, profundos, transparentes— reflejan la luna como espejos llenos de historias. Quien se atreve a sostener esa mirada podría leer en ella la belleza y la tragedia de siglos enteros.
Eva se acerca hasta él, se sienta a su lado y la noche contiene la respiración. No hace falta permiso, ni saludos, no los necesitan, se conocen desde tiempos infinitos. Él empieza a hablar de la luna, de la poesía, de la música que escucha en el viento que baja desde los laureles y los eucaliptos cercanos. Habla del murmullo del agua en Azuaje, del temblor de los helechos bajo las estrellas, de la calma que controla las tormentas del alma, de la torpeza que muchas veces confundimos con maldad y nos empeñamos en castigar sin intentar comprender. Sus palabras tienen un poder que pocos poseen: iluminan, alivian, descifran.
A veces, con un comentario inesperado, también la hace reír. Tiene un humor extraño, elegante, casi antiguo.

Luego Eva habla de lo que carga en su alma, de la gente que llega como un huracán y deja desolación, de pequeñas tristezas, pero de inmensas alegrías. También habla de sanar, de reconstruir, de aprender a dejar en libertad al monstruo del dolor y comenzar a recibir solo lo que trae consigo amor. Él escucha todo. La lechuza observa todo. La noche guarda todo.
Pero el licántropo no solo escucha la superficie de las palabras de Eva. Escucha lo que calla. Descifra los hilos invisibles detrás de cada silencio. Comprende lo que incluso ella se esfuerza por ocultar.
—¿Qué es el amor para ti? —pregunta Eva.
Como si necesitara oír la respuesta en esa voz que sostiene la noche.
Él no la mira directamente a ella cuando responde. Sus enormes ojos de licántropo se dirigen a la luna.
—El amor es un sueño, un imposible —dice, parafraseando a Bécquer—. Vano fantasma de niebla y luz. Es incorpóreo, es intangible: el amor no podrá amarte.
Sus palabras no son amargas; son verdaderas.
Porque él conoce un amor inalcanzable: el suyo, eterno, hacia la luna.
Y cuando finalmente Eva se levanta para marcharse, la lechuza emprende el vuelo primero, como una escolta silenciosa que la protege desde los tejados del pueblo.
El licántropo no se mueve. Nunca la acompaña hasta su destino. Forma parte de otro territorio, más antiguo, más profundo, gobernado por la luna.
Pero su mirada la sigue hasta que desaparece entre la arboleda.
Y cuando ella se aleja, él vuelve sus ojos a la luna, la única amante que jamás lo abandona, la única presencia capaz de calmar los mares que lleva dentro.
Firgas duerme.
La luna reina.
La lechuza vigila.
Y el licántropo espera la próxima madrugada.
Esperando a Eva.
Esperando a la luna.
Esperando a los que pueden ver lo que otros no ven
Solo Eva sabe lo especial que es tener un amigo licántropo con el que explorar las profundidades del mundo, desenterrar inquietudes escondidas y convertirlas en belleza. Hablar, reír y volar durante horas, bajo la mirada atenta de la lechuza y el susurrar de las fuentes y de Firgas.
