
Sucesos en La Villa del Agua
Benigna.
En el pueblo de Firgas la madrugada se estira como un hilo silencioso. El rumor de las fuentes se extingue hasta ser apenas un murmullo en las piedras mojadas. Las calles, empedradas y solitarias, parecen contener la respiración, allí donde aún resuenan los ecos de tiempos pasados. En el parque de la Fontana Rosa, la humedad de la noche se posa sobre los bancos vacíos, la espesa arboleda danza al compás del sonido del agua y un viejo drago levanta sus ramas como si saludara al cielo sin estrellas.
En lo alto, una lechuza
blanca aguarda inmóvil.
Nada
de lo que sucede durante la noche puede escapar a la atenta mirada de
la lechuza. Su plumaje reluce débilmente bajo la luz de la luna.
Parpadea una sola vez y fija sus ojos ámbar en las casas
colindantes. Allí, en medio de la penumbra, una única ventana
permanece encendida. La vigila como si supiera que dentro sucede algo
que escapa a los ojos de los hombres.
Tras el cristal, Benigna
se encuentra frente a un espejo ovalado. Está desnuda, de pie, con
la lámpara encendida sobre la cómoda. La luz dorada tiñe la
habitación de un resplandor tibio, y en ese halo se revela una
metamorfosis. Ella levanta la mano y acaricia un mechón de su
cabello rubio. Sus dedos sienten la textura nueva: sedosa, brillante,
ligera como cuando tenía treinta años. El reflejo la observa con
una sonrisa de complicidad.
Sus ojos azules ya no muestran el
cansancio de sus más de cincuenta años. Poco a poco, la sombra de
las arrugas desaparece. Los pliegues junto a los labios se suavizan,
el cuello se alisa, los hombros recuperan firmeza. Su piel blanca
comienza a suavizarse recuperando esa frescura siempre deseada. Los
senos, esos dos bultos enormes y caídos, van tomando una forma
redondeada, recuperando su firmeza. Benigna inspira hondo y percibe
algo más: el aire le entra distinto, más vivo, más ágil, como si
cada célula despertara después de un largo letargo.
Detrás
de ella enredado entre las sábanas de su cama, yace un muchacho de
veinte años. Su piel joven aún guarda el calor del encuentro
reciente, pero ese calor se apaga lentamente. Duerme profundamente,
con el cuerpo rendido y la boca entreabierta en un suspiro plácido.
No sufre. No se agita. Solo descansa en un sueño sereno.
Sin
embargo, su piel cambia. El tono sonrosado que la sangre regala a la
juventud va desapareciendo. Primero es leve, apenas un matiz más
claro en sus mejillas. Luego, un velo pálido se extiende hasta
cubrir sus brazos, su pecho, sus labios. Es un desvanecimiento lento,
casi imperceptible, como la vela que se consume sin llama.
Benigna
lo observa en el espejo, no directamente. Sus ojos, ahora luminosos y
jóvenes, lo recorren con calma. No hay prisa. Sabe que el proceso es
natural, inevitable, consecuencia de lo que ella es. Una bruja. Una
heredera de un linaje antiguo que aprendió a robar la lozanía de
los jóvenes después de unir sus cuerpos con el suyo. No siente
culpa. Tampoco alegría desbordada. Solo la satisfacción sobria de
quien reclama lo que le pertenece.
Se toca el rostro con ambas
manos y sonríe. La tersura le parece un milagro, aunque sabe que no
lo es. Cada línea borrada es un triunfo sobre el tiempo. Cada mechón
brillante es una victoria sobre la muerte. El poder y una nueva
energía indestructible fluyen en ella como las aguas de un río
secreto, llenándola de un vigor que siempre se apaga, pero que
también puede volver a recuperar cada cierto tiempo al
anochecer.
La lechuza sigue observando desde lo alto del
drago. Sus ojos ámbar reflejan la escena como espejos antiguos. No
necesita moverse. No necesita entender. Su sola presencia parece dar
testimonio, como si fuera la guardiana muda de un pacto que se cumple
a través de los siglos.
Benigna apaga la lámpara con un
gesto lento. La habitación queda envuelta en penumbra. El muchacho
continúa dormido, respirando suavemente, aunque cada vez más
frágil. Benigna, en cambio, permanece erguida, radiante en la
oscuridad, consciente de que ha bebido otra porción de
eternidad.
Afuera, el viento nocturno acaricia las ramas del
drago y hace crujir las hojas húmedas. Nadie en el pueblo sospecha
nada. Nadie imagina que mientras Firgas duerme, una mujer madura se
convierte en un rostro nuevo, en un cuerpo joven, en una fuerza que
el tiempo no logra doblegar.
Y la lechuza, desde su rama, no
aparta la mirada.