Sucesos en la Villa del Agua - vol.2 Eva

29.09.2025

Eva

Cuando todos los bares de Firgas apagan sus luces y la brisa de medianoche trae olor a hierba húmeda, La Nueva Molienda mantiene sus puertas abiertas. Desde el tejado del viejo molino del siglo XVI, la lechuza observa en silencio, oculta tras las mortecinas luces amarillentas de las farolas, que apenas alcanzan a los callejones empedrados. Estos caminos se cruzan frente al molino y conducen al parque de los sauces llorones o a la terraza del bar.

Dentro, el aire está impregnado de energías y murmullos tejidos por voces de otras épocas. Es un refugio de luces cálidas y música escogida con cuidado. Tras la barra, las copas se alinean como cofres de cristal donde se guardan secretos. Eva las selecciona con esmero, consciente de que cada trago guarda un destino. En el pequeño comedor —con dos barricas de madera convertidas en mesas—, las paredes de piedra muestran cuadros con motivos musicales que, poco a poco, cobran vida.

Las miradas de los clientes solitarios se dejan arrullar por esas imágenes sonoras: una mujer de piel oscura se balancea bajo un vestido de colores vivos mientras toca el saxofón; un viejo tocadiscos libera notas que se expanden lentamente hacia el techo; un retrato de Bob Marley sonríe y parece susurrar un estribillo, mientras sus gruesas trenzas se extienden fuera del marco.

Eva contempla cómo llegan quienes siempre tienen cita con la oscuridad, con la calma que ofrece la compañía de la luna. Mateo, el anciano solitario al que nadie escucha, se sienta en la barra. Ella le sirve un ron. Habla en susurros a su copa recién servida, sonríe, y a veces recita rimas confusas mirando al vacío, como si conversara con alguien invisible.

En la terraza, Benigna se acomoda. El brillo de sus ojos aumenta cuando un muchacho se sienta junto a ella y la invita a un cigarrillo. Sus labios rojos dibujan una sonrisa depredadora, mientras él fija la mirada en un escote que deja entrever la promesa de un misterio embriagador.

En un rincón del comedor, la pareja habitual —un matrimonio de más de treinta años— comienza a discutir acaloradamente. Las botellas de cerveza tiemblan con cada palabra de desprecio y su contenido parece entrar en ebullición, formando espuma que amenaza con estallar. Eva cambia la música a un bolero antiguo y ambos quedan en silencio. Se miran, se tocan las manos, y el enojo, convertido en un ser vaporoso y encorvado, se desvanece lentamente a través de los barrotes de la ventana.

Eva no lo celebra ni lo juzga: solo guarda el secreto en su mirada y limpia la barra con un gesto casi ritual. Se mueve con calma, sirve copas, escucha confesiones, deja caer frases breves que parecen oráculos. Su risa aparece de pronto, clara y fuerte, capaz de espantar cualquier tristeza.


Pero cuando aparece aquel hombre del pueblo —el de la sonrisa que duele y los ojos que prometen y olvidan— Eva se vuelve más pequeña, se encoge y el aire se vuelve más denso. Las paredes del bar laten al compás de su propio corazón, las luces parecen temblar y hasta la música se repliega, esperando.

Él se sienta en la barra, bebe dos o tres cervezas, bromea con todos, provoca, acaricia con palabras ligeras. Trae consigo la alegría de quien necesita hacer reír para esconder sus fantasmas. Eva conoce bien esa actitud: ese modo de encender a los demás mientras se apaga por dentro, esa manera de llenar los silencios con ruido para no enfrentarse al suyo propio.

A veces la mira de frente, con una intensidad que la desarma; otras finge no verla. A veces la espera con ternura, otras desaparece sin despedirse. A veces la desea y otras reniega de ella. Hay momentos en los que cree entenderlo, casi tocar esa grieta escondida en su pecho, y otros en los que él la convierte en una extraña, como si todo lo compartido entre besos y caricias se borrara para siempre.

El bar también es testigo de ese vaivén: los espejos se empañan, las botellas brillan con destellos inquietos, las canciones cambian cuando él está presente. Como si el alma de La Nueva Molienda también lo reconociera y supiera que ese hombre trae consigo tanto deseo como desconsuelo.

Afuera, sobre el tejado del molino, la lechuza aguarda. Sus ojos antiguos leen lo que Eva calla. Cuando el último cliente se marcha y el bar queda vacío, ella escucha su canto grave, ese rezo que la acompaña desde hace años. Eva le habla en voz baja mientras recoge vasos y vacía los restos de las emociones derramadas durante la noche.

—Hoy se reconciliaron los del rincón —le cuenta—. Y él volvió a irse sin decir adiós.

La lechuza escucha inmóvil, solemne. A veces se acerca hasta las farolas mortecinas para oírla mejor, mientras Eva le confiesa sus miedos, su cansancio, la soledad que la rodea incluso cuando el bar está lleno. La lechuza responde con un parpadeo lento o con un canto profundo que parece arrullar su desvelo.

Más tarde, bajo la luna, entre los sauces llorones, Eva sonríe sentada en un banco. Escucha las historias de la lechuza, que con los años se ha convertido en su compañera nocturna. Son relatos que llegan desde tiempos que jamás conoció y que se entrelazan con el presente, secretos que duermen bajo las capas de la memoria de un pueblo donde la magia despierta cada vez que la noche despliega su manto.

Y cuando el canto grave de la lechuza se pierde en el viento, Eva comprende que el molino, el bar y su propio corazón laten al mismo compás.